Algoritmos
Tirada en el sillón, martes al mediodía, scrolleando apps de citas con la atención en cualquier otra cosa, comienza a preguntarse por qué esa compulsión por darle cruz a cada perfil que los algoritmos más desarrollados le sugieren. Por qué esa rebeldía inusitada contra los sistemas que definen nuestros gustos y deseos.
Se da cuenta que no encuentra nada. Que no hay descripción ni bio que le de cosquillas en la panza. Que pocas cosas le entusiasman menos que la falta de voz y de movimiento.
Es que una no anda soñando con encontrarse una historia de amor interesante en una aplicación de citas. Es más seductora la idea de chocártelo en una esquina y que te ayude a levantar los papeles caídos o subirte a un avión y que se siente en el asiento de al lado.
Pero una cada tanto quiere tener la esperanza de que volverá a vivir algo parecido a la ilusión de construir un equipo. Y que volverá a besar para detener el tiempo, aunque sea un ratito.
Entonces se expone a la dinámica de selección perversa en la que somete a cada perfil a cumplir con un riguroso checklist a sabiendas de que nada del orden del amor se construye en ese sentido.
Pero no se juzga una, se tiene paciencia, porque sabe que está haciendo lo mejor que puede con lo poco que tiene: las ganas de volver a sentir esa certeza de que no lo necesita, pero lo sigue eligiendo.