estética

No logro

las miro a ellas ordenadas, armónicas

y no lo entiendo.

Las veo finas, delicadas

y me comprometo a descifrar la fórmula mágica pero yo, que con las matemáticas soy buena y con la magia aún más, igual no lo logro.

Para pasar en limpio: la teoría la tengo clara, es la práctica la que me supera.

En las piernas, algún moretón de una silla que me llevé puesta. Las manos con quemaduras de horno. ¿El pelo? Embanderado y militante del libre albedrío, irreverente, diciéndome determinantemente que quiere hacer lo que se le antoja. Y me rindo.

No lo logro.

Las miro a ellas vestidas en paletas de colores definidos por el más selecto equilibro. Los aros justos que balancean el peso de lo que sea que se hayan puesto en el cuello. El pelo lacio o enrulado, no importa, pero haciendo caso.

Y yo no logro.

Me cruzo de piernas pero me agarra una inusitada necesidad de descalzarme. Como si mis pies me plantearan que tienen claustrofobia. Y yo los escucho, como escuché antes a mi pelo.

Como si cada parte de mi cuerpo tuviera personalidad, como si cada uno de esos elementos que definen la imagen final hubiera decidido entablar una eterna batalla conmigo que nunca supe imponerles nada. Me entrego.

Fallé en la crianza de estas criaturas: mi pelo, mis manos, mis piernas, mis pies. Incluso mis hombros.

A mis hombros también algo les pasa. Si no les jode el bretel izquierdo, es el derecho. Pero ellos no pueden ponerse de acuerdo. La simetría ayudaría a la imagen ordenada pero ellos no pueden. Y yo no insisto.

No lo logro.

Quisiera ser el balance exacto entre personalidad y exquisitez estética pero no lo logro.

Soy más bien un perfecto desbalance entre lo que quisiera ser y lo que puedo.

Soy lo que cada parte de mi cuerpo quiere hacer conmigo y la suma de sus personalidades es la mía. Una suerte de Frankenstein de actitudes descolocadas, desorbitadas, en su salsa.

No lo logro

y abandono.

Hay que saber elegir las batallas.

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